El
otro día José Lezama Lima se presentó en mi casa. Yo estaba como
suelo estar por las mañanas: en pijama, sin peinar y bebiendo té
verde. Era invierno - 2 de febrero de 2020- Y digo yo que ya habría
podido venir en verano, que me hubiera pillado igual de despeinada y
bebiendo té verde, pero sin ropa, que tiene como más glamour. Pero
era invierno y yo me paseaba por la casa con mi ropa de dormir, o
sea, un pantalón de deporte, calcetines de alpinista y varias capas
de jerséis y camisetas superpuestas que me dan un aspecto vagamente
informe, entre esquimal y saco de patatas. Para completar el cuadro
me faltaría un gato pero sólo tengo un gorila de peluche. Nadie es
perfecta. En fin, apareció Lezama Lima como digo. En ese momento
pensé que venía a comprar mi alma y empecé a calcular que con las
pintas que llevaba no iba a poder pedirle gran cosa. Pero no, me dijo
que lo que quería era escribir conmigo un texto a cuatro manos.
Quedé
sobrecogida ante tal honor y un poco espantada también, la verdad
¿cómo podía yo siquiera pensar en anudar mi palabra a ese verbo
anchuroso del escritor cubano? Ni aunque atase junta en una ristra
toda la ropa que uso de pijama, sería capaz de reunir tal caudal y
llegar como un sueño a los ríos que desembocan en Lezama Lima. Sin
embargo no me arredré, él empezó con Oppiano Licario, yo seguí.
Poco a poco, sin que me diera cuenta, fue haciéndose el verano y la
luz de La Habana entraba sin prisa por las ventanas de mi casa.
Cuando escribí el punto final, me miré: sólo llevaba ya los
calcetines de alpinista y Lezama Lima se había marchado.
Esto
fue lo que escribimos:
Con
la dignidad del artista que espera la transformación de la oscuridad
primera en espiral
y
en el dolor del agua quieta un beso encuentra la plenitud del
vientre, oh Yocasta
al
romperse, en luz infinita o en bosque total
donde
el tiempo siempre regresa al barro de la mujer que lo parió
la
rueda de las formas, girando con lentitud alucinada
la
no forma, la que ha de venir y aún no se conoce, la que gira en la
hechizada aurora
donde
bate un oleaje que todavía no es símbolo ni resistencia
la
mano pesa la ley de la vida y de la ciencia, en el corazón se vierte
su materia indivisa
la
mirada ceñía, las manos fijaban, los dedos eran esponjas inaudibles
que preguntaban
no
olvides que fue el aliento de la esfinge quien colocó la pregunta en
los labios de Edipo,
ella,
la que
entraba
en el devenir de otra persona sin que esta percibiera el nuevo jinete
que había entrado en su propio río
la
memoria es la frontera que avanza sobre la luna delgada y engendra en
ella su única lágrima
es
Edipo quien navega en su esplendor y en
la
arrogancia que llora en la soledad de la medianoche
En
negrita: citado de Oppiano Licario, de José Lezama Lima
Narración
marco y resto de la prosa poética: Brunhilde Román Ibáñez